Hace unos
días, decía que ‘el silencio es a Málaga como la nieve’. Ciudad ruidosa, una
algarabía. Y suele pasar que, cuando más se necesita eliminar toda esa bulla
sonora, en cualquier momento, la abstracción resulta tarea casi imposible
aunque, a veces, el jaleo da una tregua y se entra en una dimensión
prácticamente desconocida. Pero si se camina, de madrugada o al amanecer, por
el centro o el paseo marítimo, resulta que la ciudad habla, tiene voz. Y surge
la música de los propios pasos, del romper de las olas, del reloj de la
Catedral o el revoloteo de las palomas. Campanas, fuentes o aire.
Con el
silencio se traspasa un velo, adentrándose en uno mismo. El silencio deja
cruzar, mejor dicho, acerca y envuelve un sinfín de sonidos que,
paradójicamente, no sólo no lo entorpecen sino que le dan más sentido y
profundidad. El silencio se hace más valioso cuanto más se descubre a partir de
él; cuando se reflexiona o se reza. Cuando cobran vida sonidos que,
desgraciadamente, no estamos acostumbrados a oír, mucho menos a escuchar. Y
esto es lo que ocurre, habitualmente, en Semana Santa. En la que la penitencia
no es salir de penitente, sino ser penitente en un mar de estridencias.
El paso de
una cofradía ofrece un sinfín de sonidos no sintonizados. La mayoría de ellos,
tópicos a los que se alude en la mayoría de pregones y exaltaciones y que,
curiosamente, suelen pasar absolutamente inadvertidos. Algunos, incluso,
desconocidos. Se nombran porque no se entiende la Semana Santa sin ellos, son
parte de su música pero, sin embargo, es la banda sonora ignorada de casi
cualquier procesión. Incluso, me atrevo a decir, hasta las marchas forman a
veces parte de ella, cuando el público charlotea, cuando la tribuna ovaciona,
cuando el comentarista no calla. Claro, se tuvo que inventar la saeta por
megafonía.
Pero, menos
mal, hay momentos durante la Cuaresma o la Semana Santa en que, de una u otra
manera, el silencio aparece y, con él, ese repertorio abstracto de
incomprendidos sonidos. Y es, en esos momentos, cuando más nos adentramos en la
teatralidad de la escena, cuando verdaderamente digerimos el significado de lo
que contemplamos, cuando podemos escuchar el eco de nuestra oración,
perdiéndose tras el paso de un trono. En ese instante, cuando la soledad es
posible, nos hacemos preguntas y nos olvidamos de lo accesorio. Lástima que sea
tan poco habitual, aunque su exclusividad lo hace todavía más especial. Y con
el silencio me topé, al inicio de la Cuaresma y con él espero encontrarme en
unos días. Ojalá.
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